Los tiempos cambian, y cambian los hábitos, las costumbres, las tradiciones; de un tiempo a esta parte la oferta teatral en Guayaquil ha aumentado en cantidad, pero parecería que la negociación estética por la que le ha tocado pagar es la eclosión de puestas en escena dominantemente mercantiles en las que su éxito se mide por la mayor presencia de la carcajada vacua y el humor pintoresco y facilón; por eso me hago la pregunta: ¿Es posible hacer un teatro que no le haga tantas concesiones a lo comercial, ni que se regodee en la pedante entelequia? Un teatro que sin dejar de ser entretenido esté nutrido de contenidos que provoquen en el espectador una intervención posterior a la expectación desde diversos ámbitos conversacionales que comprometan su pensar o su hacer. La puesta en escena de Un hombre muerto a puntapiés a cargo de Aarón Navia, abona un punto a favor de ese cometido.
La trama argumental de la versión teatral, meritoriamente fiel al texto en prosa de Palacio, narra el hallazgo que hace un policía de un hombre muy golpeado —el cual moriría posteriormente—, desatando una ferviente pasión por la investigación del hecho. Ante la falta de mayores pruebas, el personaje opta por utilizar el método de la inducción para intentar resolver el misterio.
Cuando la intención junta la experiencia con la experimentación se pueden obtener hallazgos tales como descubrir la teatralidad escondida en el breve texto de Palacio, y recorrer linderos temáticos que trasladados al escenario se convierten en descarnados homenajes a tabúes sociales que transforman sus irreverencias en diálogos cotidianos. De esta manera, la puesta en escena se afianza en un texto muy bien tratado, además de pronunciado con esmerada dicción y potente proyección vocal de modo que ni su poética ni su extensión incomodan al espectáculo. En esta virtud, también se nos seduce con algunos parajes de impostación que decoran con lucidez el recurso de la voz y la palabra.
Los estímulos citados jalonean una conversación obligada con el elenco, posterior a la función, y es cuando se nos revelan algunos misterios del proceso creativo; uno de ellos —quizá el más dinamizador— concierne al estudio del ensayo titulado ‘El elogio de la sombra’, de Junichiro Tanizaki, quien indaga sobre la impronta que alcanza a tener la sombra, lo oscuro, como ingrediente estético en la cultura japonesa, y al enterarme de este motivo detonante y catalizador muchas cosas cobran nuevos y valiosos sentidos. La más potente de todas las asociaciones que establezco tiene que ver con el singular enfoque de transformar un tema y acontecimiento tabú, como lo es la condición de homosexual del personaje protagónico y, a la postre, el motivo principal de su asesinato, en un relato/puesta en escena de gran composición estética y notable estudio de símbolos enmarcados en diversos metalenguajes teatrales.
Llama la atención un personaje omnisciente, que —desde esa privilegiada condición— muta en otros actantes sobre los que gravitan los conflictos en los que discurre la obra. Un primer rasgo notable es su composición a ratos andrógina, a ratos asexuada, con la que sostiene una de las tesis más enfáticas del montaje: la atipicidad de los personajes y la dualidad de Octavio Ramírez, el protagonista, quien soporta el calificativo de ‘vicioso’.
Para lograr este efecto, el actor viste al personaje con un ‘hakama’ o prenda de estilo y corte japonés a manera de una falda-pantalón con distintas valoraciones sociales, desde el uso como protección por parte de los guerreros samurái, hasta la actual utilización por varones y mujeres indistintamente. A este indumento, se suma una suerte de capucha en la cabeza que le confiere un sentido neutral, coherente con el tema de la ambigua sexualidad, además de dotarlo de una complicidad que le permite recorrer desde lo compasivo hasta lo violentamente inquisidor. El torso desnudo, lejos de ser una ausencia de vestido se convierte en un complemento de los propósitos interpretativos del unipersonal.
La composición escenográfica también persigue corresponder al propósito semiótico para lo cual se instala en las paredes de la cámara escénica una suerte de tapizado en plástico que sugiere múltiples lecturas, aunque su claridad comunicacional se ve amenazada por factores como el material, la instalación, el acabado; a pesar de todo aquello, termina transmitiendo una sensación de encierro poco aséptico y, en cierto modo, azarosamente profiláctico. Otro elemento que coopera con la puesta es un gráfico de dos siluetas humanas a las que se han ubicado algunos indicadores para sustentar las múltiples teorías que produce el decidido método inductivo; este gráfico le aporta teatralidad al contexto argumental de la obra.
Complementando la mise en scene, tanto la iluminación como la banda sonora cumplen con su aporte estético en forma y fondo. Precisas. Mesuradas. Prolijas. Significantes.
Mención aparte: la importancia de un modesto programa de mano que, aparte de consignar los consiguientes créditos artísticos, tiene una línea gráfica que invita al espectador a sintonizarse con el espectáculo que está por presenciar, y, como parte del formato, reúne algunas frases extraídas de volúmenes trascendentales tanto por su valor literario como conceptual, verbigracia: «Pero eso que generalmente se llama bello no es más que una sublimación de las realidades de la vida, y así fue como nuestros antepasados, obligados a residir, lo quisieran o no, en viviendas oscuras, descubrieron un día lo bello en el seno de la sombra y no tardaron en utilizar la sombra para obtener efectos estéticos» (J. Tanizaki, ‘Elogio de la sombra’, 1933).
Esta columna no pretende ni defenestrar novísimos emprendimientos ni apologizar arriesgadas vivencias teatrales, sin embargo, en el afán de relacionar al público con los espectáculos y dotar a los espectadores de un recurso opinante, objetivo y motivador vamos haciendo sendero al caminar. Un hombre muerto a puntapiés resulta pues un hito importante de observar, para después ejercer el pensamiento crítico que nos ayudará a reposicionar nuestro rol de participantes activos y difusores de hechos teatrales. De este modo, reitero la recomendación ¡Váyasela a ver! y colabore ahora con el desarrollo de públicos, corroborando la materialización de ideales en los que un nuevo teatro sí es posible.